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Mi decisión de realizar un intercambio intercultural, fue impulsada más que nada por el vehemente deseo de dar un salto al vacío: el adiós a la zona de confort, perderme, entrar en lo desconocido, conocer una cultura completamente ajena, aprender una lengua nueva. Un desafío, al final del cual adquiriría una visión del mundo renovada. El lugar donde encontré todo ello fue un pequeño y bello país, que suele pasar inadvertido en la inmensidad del viejo continente: la hermosa República Checa.

Aquí fue donde durante medio año, lejos de Chile y mi Latinoamérica, me empapé de una cultura que vive y respira en cada rincón del país: impregnada en cada árbol, en todas las murallas de diversos castillos, pueblos y ciudades. Me hablaba en el silencio del maravilloso Český raj (Paraíso checo), área protegida y llena de monumentos históricos y cultura: la armonía entre historia, arte y naturaleza nunca dejó de parecerme de otro planeta. Podía probarla en un hogareño plato de knedlíky s gúlašem (bollo de pan con carne encebollada) y un sinfín de sabores y olores que la tierra y su gente compartieron con el pequeño niño latino. Y que la respiraba en la paz de mi pequeño pueblo Pohoří, y en la infinita amabilidad y sosiego de los checos. ¡Con qué interés y afable curiosidad entablaban siempre conversación conmigo, en el momento que les comentaba que era chileno!

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La capital, Praga, es (sin el más mínimo lugar a dudas) la ciudad más hermosa que creo poder visitar en vida: el arte, los monumentos y castillos, la sociedad cosmopolita, la cultura y las letras, las intrincadas calles y plazas por las que pareciera que de un momento a otro van a aparecer caminando Mozart, Kafka o la enigmática princesa checa Libuše. Una ciudad donde da gusto caminar, tomarse un café o sentarse en una plaza a leer un libro y sentir que el pasado te rodea.

Mi familia anfitriona nunca dejó de tratarme con toda la amabilidad, la paciencia y el buen humor del que fueran capaces. Fueron ellos los que me iniciaron y me apoyaron en una de mis empresas más difíciles y con mayor impacto en mi persona: el aprendizaje de la bella lengua checa que se me antojaba placenteramente melodiosa. ¿Cuántas personas en el mundo hablan checo? No lo sé, pero doy gracias al cielo de poder contarme entre ellas ¡Es una lengua tan rica, tan interesante, tan compleja! Sinceramente, aprender checo fue tremendamente difícil: la gente hablaba tan rápido que a veces llegaba a pensar que nunca en la vida lograría mantener una sencilla conversación. Me sentía intimidado por la gramática. ¡Pensar que, dependiendo del contexto y la estructura de la frase, una palabra puede tener 14 posibles formas y el que los nativos pudieran hacerlo automáticamente me parecía autentica magia!

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Al principio era complicado mantener una conversación con mi padre anfitrión, que no hablaba Inglés. Todos mis intentos de charlar, de conocerlo mejor, se veían truncados por la barrera lingüística. Esta situación se vio repetida infinidad de veces a lo largo de mi experiencia, afronté el desafío con una voluntad de santo que me valió tanto gratificantes sonrisas como dolores de cabeza. Partiendo desde el inocente “dobrý den” (Buenos días), pasando por “mluvíte anglicky?” (¿Habla Inglés?) y “kde je záchod?” (¿Donde está el baño?). Seguí inamedrentable, y hasta el día de hoy sigo aprendiendo la hermosa lengua que no me deja de cautivar. Aprender checo te abre una puerta invaluable al corazón del país y sus tradiciones y tus esfuerzos nunca serán mirados en menos. La gente apreciará mucho tu interés en hablar su ancestral y singular lengua y estarán siempre dispuestos a ayudarte y corregirte con una sonrisa en el rostro. Ésto lo viví en carne propia con mi familia, con amigos, con vecinos y, en mayor medida, con amigos del colegio y profesores.
La convivencia con niños de mi edad en el ambiente escolar checo, siendo alguien tan diferente, fue algo indescriptiblemente estimulante y divertido. El primer día fue muy especial y memorable. La profesora me presentó a la clase en un checo, según yo, meteórico. Todas las miradas estaban clavadas en mí, como si viniera de otro planeta y yo deseando que me tragara la tierra. Romper el hielo no fue fácil, es sabido que los latinoamericanos por lo general somos mucho más efusivos a la hora de sociabilizar, así como más propensos al contacto físico; funcionamos con otro chip.
Ese mismo día un chico y sus amigos me dieron un tour por el gymnazium (colegio) y por la pequeña y hermosa ciudad de Turnov. Me vi sorprendido por todas las diferencias culturales entre el sistema educacional chileno y el checo, pero debo decir que me agradó de sobremanera y que fue en este entorno donde tuve momentos sumamente agradables con algunas de las amistades más fuertes que logré establecer durante mi semestre y mi vida.

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La amabilidad y vocación de los profesores, dispuestos a brindarme una experiencia memorable (independiente de su dominio de la lengua inglesa, cosa positiva para mi checo) se ganaron un lugar inamovible en mi corazón. Palabras como Světová Válka (Guerra Mundial) o pivo (cerveza) las aprendí allí. Podría decir que, a diferencia del Inglés, el Checo lo aprendí con el corazón en vez que con la cabeza.

Sé que aún está ahí, esperándome, un oasis de tranquilidad en el medio mismo del frenético auge de progreso europeo, con sus misterios, su historia, su atmósfera y sus tradiciones.

Espero con ansias el día de mi regreso, ya sea por mis estudios, trabajo o la vida. Doy gracias al cielo por haber visitado un país tan bello, lleno de gente tan única y diversa, que con los brazos abiertos me enseñaron su lengua y valiosa cultura.